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Y todos nos convertimos en Forrest Gump

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Zatopek

Un corredor es como un anuncio de coches. Hoy lo ves por todas partes. Al igual que si enciendes el televisor o miras hacia una marquesina. Ahí estará el eslogan de un concesionario. “¿Te gusta conducir?” se ha transmutado en “¿te gusta correr?”. Ellos, los corredores, trotan por las aceras de las ciudades, llenan los parques, las zonas verdes. Y aparecen a cualquier hora del día sin importar la climatología. Hombres y mujeres que corren solos, de dos en dos o en grupos. De hecho, ya hay quedadas por las redes sociales. El footing, aquel hobby de los 80 al que después se le llamó jogging y hoy denominamos running ha regresado con fuerza. Incluso ya tiene su propia tragedia: los atentados del maratón de Boston en los que murieron dos personas por la deflagración de varias bombas caseras. La metralla iba directa a las piernas de los maratonianos. Al símbolo de la zancada, el motor de la superación, de querer llegar a la meta, sea esta cual sea.

La cuestión, no obstante, es, ¿por qué corremos? ¿Por qué nos hemos convertido en unos nuevos Forrest Gump? No nos hemos calado la visera y los shorts, pero sí salimos con mallas, camisetas que transpiran y múltiples aparatos para medir el kilometraje, la velocidad, las pulsaciones de nuestro corazón y las calorías que gastamos. El corredor del siglo XXI es mucho más biónico que aquel tipo ochentero, pero la esencia es la misma: un paso tras otro, sin descanso, hasta alcanzar el objetivo que cada uno tenga en la cabeza.

Varios escritores-corredores se han hecho la misma pregunta en los últimos años. Y desde perspectivas diferentes como la antropología, la política o la filosofía han intentado darle luz. Porque correr no es lo mismo que el boxeo. No tiene ese cariz de lucha contra el otro, de combate. No es una metáfora de la vida tan cristalina: ganador versus perdedor. Tampoco es un deporte de equipo. No apela a la colectividad ni a la solidaridad. Es la lucha contra uno mismo porque sí, contra el destino que cada uno se marque.

Christopher McDougall (EE. UU., 1962), periodista que ha cubierto varias guerras como la de Ruanda y Angola, y que ha participado en deportes extremos, tiene una buena historia con respecto a la filosófica cuestión del acto de correr. Todo comenzó hace unos años, a mediados de la década de los 2000, cuando después de algunas carreritas empezaron a dolerle los pies. Eran dolores intensos, como si un picahielos le estuviera perforando los tendones. No se había caído, no había tenido esguinces ni había dado un mal paso. Simplemente dolían. El diagnóstico del médico no pudo ser más elocuente: “Te duele el pie porque correr es malo para ti”. La respuesta, sin embargo, se quedó flotando en su cabeza. ¿Cómo alguien que había escalado montañas, practicado trekking y estado en guerras podía estar negado para dar zancadas? Indagando descubrió entonces a los tarahumaras, una tribu de Chihuahua (México) perdida en la Sierra Madre cuyos miembros solían correr unos 26 kilómetros al día. Y lo hacían descalzos. Corriendo por desfiladeros, por montes escarpados, entre la maleza, las ramas en la arena, las piedras. Comenzó a investigarles y para su sorpresa comprobó que jamás habían tenido lesiones. Y corrían y corrían, como forma de vida, como algo que formaba parte de su cultura. Aquel hecho lo narró en el libro Nacidos para correr en el que escribió: “Los tarahumaras quizá sean las personas más sanas y serenas del planeta, y los más grandes corredores de todos los tiempos (…) Cuando se trata de distancias enormes, nada puede vencer a un corredor tarahumara. Ni un caballo de carreras, ni un guepardo ni un maratonista olímpico. Pocas personas han visto a los tarahumaras en acción, pero a lo largo de los siglos han ido filtrándose desde las barrancas historias asombrosas acerca de su resistencia y tranquilidad sobrehumana. Un explorador jura haber visto a un tarahumara cazando un ciervo con sus propias manos”.

Christopher McDougall

Christopher McDougall

Ahí estaba también una de las respuestas al porqué de la cuestión: corremos porque nos da placer, porque nos gusta, como nos gusta comer, dormir o el sexo. “Hay algo tan universal en esa sensación, la forma en que correr reúne dos de nuestros impulsos más primarios: el miedo y el placer. Corremos cuando estamos asustados, corremos cuando estamos extasiados, corremos cuando huimos de nuestros problemas y correteamos en busca de diversión”, escribió McDougall. Es el impulso un tanto sadomasoquista que nos domina. Correr duele, porque nuestros músculos sufren, se cansan, se nos agarrotan, pero a la vez ese dolor nos proporciona bienestar y éxtasis. Y ahora, como modernos Forrest Gump que estamos más de ocho horas sentados delante de un ordenador para después coger nuestro coche e irnos a casa al salir de la oficina, buscamos resquicios en las horas del día para sacar nuestra parte de tarahumara que aún llevamos dentro. No necesitamos correr, pero realmente sí lo necesitamos.

Más allá de la antropología y la sociología, McDougall también se preguntó por qué hay épocas de la historia en la que el ser humano corre más que otras. Al hilo de su investigación llegó a una conclusión: cuando las cosas empeoran corremos más. Quizá porque las machaconas malas noticias nos hacen salir a buscar nuestro insaciable optimismo donde sea. McDougall dató las fechas en las que los estadounidenses más se habían lanzado a la calle a sudar kilómetros: el primer boom fue durante la Gran Depresión que trajo consigo el crack de 1929, cuando más de 200 corredores impusieron la tendencia corriendo 40 millas diarias a través del país en la denominada Great America Footrace; después volvió a ponerse de moda en los años 70, cuando la población intentaba sacudirse la amargura de la guerra de Vietnam, la Guerra Fría, las revueltas raciales —asesinato de Martin Luther King y Malcolm X y la dimisión de un presidente corrupto como Richard Nixon; el último impulso llegó tras el 11-S y el comienzo de las guerras en Afganistán e Irak. Fue en ese momento cuando las carreras de montaña comenzaron a aflorar por todo el país.

España. Año 2013. Más de seis millones de parados y una economía estancada. Movimientos de repulsa como el 15M. Manifestaciones. Gritos ante el Congreso de los Diputados. Y miles de corredores en las calles. Puede que McDougall tuviera razón: corremos cuando las cosas van de mal en peor.

Algo así debió pensar también el gran atleta checo Emil Zatopek. Nacido en Koprivnice en 1922, en una familia pobre, comenzó a trabajar en una fábrica para llevar dinero a casa. No le gustaba correr, a pesar de que cada año su empresa celebraba una carrera popular. Es más, odiaba participar en ella, como cuenta el escritor francés Jean Echenoz en su libro Correr, una especie de biografía novelada del corredor checo. Sin embargo, con la invasión nazi en 1938 otro acto de ignominia humanaempezó a correr por los bosques que circunvalaban su ciudad. Y así llegó a formar parte del equipo nacional que se presentó a los Juegos Olímpicos de Londres de 1948 donde ganó la medalla de oro en los 10.000 metros y la de plata en los 5.000. Ese rubio anguloso, con un estilo desgarbado alejado de cualquier tipo de esbeltez, se convirtió en un héroe en un país que recién terminada la Segunda Guerra Mundial e incluido dentro de la órbita comunista, los necesitaba más que nunca para rellenar sus pancartas propagandísticas. Zatopek fue el perfecto icono contra el fascismo. Y lo fue mucho más cuando en los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952 consiguió la gran proeza de ganar las medallas de Oro en 5.000 metros, 10.000 metros y el maratón en tan solo una semana. El presidente checo y líder del Partido Comunista de Checoslovaquia, Klement Gottwald, no podía caber más en sí de gozo.

Emil Zatopek

Emil Zatopek

Pero las cosas no siguieron un curso tan optimista. Pronto Zatopek se dio cuenta de que el régimen le estaba utilizando y en los años 60 dejó de correr para su país. Eso sí, él no abandonó su amor por las carreras, solo que correr se convirtió en una causa política, y no a favor de quienes le habían agasajado tras sus triunfos en 1948 y 1952, sino contra ellos. “El corría para huir de la dictadura, pero a la vez, para el régimen era un símbolo, un ejemplo y un rehén, todo junto. Además, está esa ambigüedad de un tipo obligado a obedecer al régimen que, al mismo tiempo, corre porque su carrera es una manera de luchar”, escribe Echenoz en su libro. Para Zatopek aquello se convirtió en una manera de decir basta. Por sus críticas al régimen participó también en la famosa Primavera de Praga de 1968 el corredor checo fue condenado a trabajar en una mina de uranio y después a recoger bolsas de basura. Malvivió durante años, pero siguió corriendo manifestándose así como un símbolo de la inocencia, de la belleza de un deporte y de la resistencia de un hombre frente al estalinismo, el fascismo y las crudas manipulaciones del poder. Nunca se trató de ganar o perder, sino de aguantar. Zancada tras zancada.

La metafísica de la resistencia. Esa es otra de las cualidades del arte de correr. No importa dónde esté la meta porque para los corredores suele estar en su propia cabeza. Hoy correré media hora, cinco kilómetros. Así es como funciona también la mente del escritor Haruki Murakami, que lleva corriendo diariamente desde 1982, cuando tenía 33 años de edad, y que a día de hoy ya ha participado en más de 20 maratones. Sus pensamientos y reflexiones las plasmó en el libro De qué hablo cuando hablo de correr, un título que parafrasea al Raymond Carver de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Son nueve textos escritos entre el cinco de agosto de 2005 y el uno de octubre de 2006, más uno de junio de 1996. En ellos narra por qué empezó a correr y cómo este acto adquirió unas características similares a las de su relación con la escritura: todo tiene que ver con “el talento, la concentración y la resistencia”. Y con mucha disciplina: decidir vestirse con la ropa adecuada, salir de casa solo y lanzarse a sufrir. ¿Cuántos kilómetros correrás? ¿Cuántas palabras escribirás?

Correr es un tiempo en el que uno está solo, observa Murakami. Y eso es muy parecido al acto de escribir: estás en plena soledad con tus pensamientos, con tus ideas, con tu sufrimiento y con tus pesares. Al escritor no le importa. Es más, le provoca bienestar. Empezó a escribir y a correr cuando abandonó el bar de jazz que regentaba, por lo que decidió dejar el mundanal ruido para habitar el silencio, aunque, como señala en este libro, siempre corre con auriculares a través de los que suenan discos de Eric Clapton, Bryan Adams y Loving Spoonful.

Haruki Murakami

Haruki Murakami

Murakami contesta a las preguntas sobre el acto de correr desde la filosofía y la metafísica. Si bien McDougall se centraba en la sociología y la antropología, y Echenoz conminaba a la lucha política, el autor japonés está más cercano al mantra cartesiano: “corro, luego existo”. Cuando uno se lanza a la arena con sus deportivas, espera entrar en una especie de trance: los músculos comienzan a moverse y llega un momento en el que la mente y el cuerpo se han desgajado completamente. Los pasos continúan, pero los pensamientos están en otra parte, no en el dolor que provoca la falta de oxígeno en nuestras extremidades. Más o menos lo mismo que ocurre cuando uno le da a las teclas, según Murakami: “No se escribe con la cabeza o con las manos, sino con todo el cuerpo”. Otro mantra que nos lleva al filósofo Spinoza: “Uno no sabe lo que el cuerpo puede”. Teclea, teclea, teclea hasta que todo duela, una experiencia que tiene también algo de religiosidad y que alcanza al misticismo de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

Hay otra faceta en este acto atlético que revela el autor de Kafka en la orilla: la honestidad con uno mismo. “Escribir honestamente sobre el hecho de correr es también una manera de escribir honestamente sobre mí”, apunta. En ese desmembramiento entre cuerpo y mente pueden suceder muchas cosas y las sorpresas pueden ser múltiples. Cuando dejas al cuerpo irse, uno se obliga a conocerse a sí mismo, y de golpe llegan los miedos y las frustraciones.

Correr, en definitiva, es placer y es lucha, pero, sobre todo, es un cara a cara con el diablo encarnado en la persona que menos imaginábamos. Y eso es un acto de valentía.


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